¿Europa en guerra sin remedio?

 En las pasadas semanas he cambiado varias veces de opinión sobre los pasos que deberían darse para acabar con la guerra en Ucrania y, sobre todo, he cambiado repetidamente de estado de ánimo al respecto. Ahora, tengo la impresión de que en ambas esferas, la mental y la emocional, mis enfoques eran muy limitados.

 Empezando por lo emocional, tengo que decir que ante la magnitud de los desastres que provoca la guerra me he visto reaccionando de una manera muy primaria. Confieso haberme alegrado, ¿incluso deleitado?, viendo cómo un ataque ucraniano arrasaba parte de una columna de tanques rusos. Sentía que esos desalmados, si es que a los tanques se les puede atribuir espíritu, se lo tenían bien merecido por haber destruido instalaciones ocupadas por civiles con los proyectiles que salían de sus cañones. Pero, voy a ser sincero, no veía que dentro de ese amasijo de chatarra en que se habían convertido los tanques atacados estaban los restos achicharrados de sus jóvenes ocupantes. Desde mis vísceras había aflorado un espíritu guerrero que nunca hubiese imaginado que anidaba con tanta fuerza en mi interior; pero ahí estaba, recordándome que, a pesar de mis intentos por sanar las heridas que mi historia y la de mis ancestros han ido adhiriendo a mis entrañas, aún me falta mucho para liberar ese dolor. Lo digo convencido, y por escrito para que no se me olvide: esa violencia que me brota de dentro no es fruto de la solidaridad que me inspira el dolor de las víctimas, sino reflejo de mis propias carencias y dolores.

 Afortunadamente, no he sufrido episodios de violencia física en mi vida, pero sí soy consciente de haber experimentado humillaciones que, no estando adecuadamente resueltas, pueden haberse convertido en fuente de esa agresividad mal enfocada a la que me refería antes. Por lo tanto, me toca seguir trabajándome en esas cuestiones. Además, es posible, en esto me pierdo un poco más, que permanezcan en mí rescoldos de experiencias violentas que vivieron mis antepasados y que aún me atenazan. Lo que sí tengo claro es que no fueron rusos/as quienes pudieron ofenderme, humillarme o despreciarme. Al contario, en la única visita que he hecho a Rusia me trataron muy amablemente.

 Por otro lado, pienso que fomentar la empatía con las víctimas de ambos bandos puede también ayudarme a sintonizar de verdad, de ser humano a ser humano, con la realidad de las personas que sufren la guerra, evitando así dejarme llevar por la propaganda belicista a la que nos están sometiendo; de modo que de mis tripas surja, no el ardor destructor, sino la solidaridad cercana y activa.

 Ah, y en este ámbito de lo emocional, voy a empeñarme en evitar las películas y series que muestren violencia gratuita. No creo que haya que cerrar los ojos a la realidad, pero alimentarnos en estos momentos de imágenes que reflejan un desprecio absoluto por el valor de la vida no puede ser bueno.

 En cuanto a la reflexión más razonada, me he visto en estos días variando mi posición desde una atribución de todos los males a EEUU y a la OTAN influido por mensajes de una parte de mis fuentes de información, hasta considerar que Putin es un loco y apoyar el derecho de Ucrania a defenderse y, por tanto, la obligación de Occidente de contribuir "con todo" a respaldar ese derecho. Ahora pienso que ambos extremos se alejan de mis convicciones y que las simplificaciones no sirven más que para exacerbar las pasiones más antiguas y destructivas.

 Pero han sido las decisiones de rearme que han tomado diferentes países europeos las que me han llevado a darme cuenta de que nos estemos adentrando en una espiral muy peligrosa. 

 Comparto la idea de que, con el lanzamiento de esta guerra, el gobierno ruso está cercenando las posibilidades de que tanto la sociedad rusa como la ucraniana avancen hacia mayores cotas de libertad e igualdad. Es obvio que desde la perspectiva económica, quienes más sufren y mueren en estos conflictos son las personas que pertenecen a las capas populares. Pero es que, además, como bien dice la filósofa Amelia Valcárcel, la guerra es lo peor que le puede pasar a una sociedad feminista, ya que devuelve a la mayoría de mujeres y hombres a la casilla de salida: a unas encargándoles el cuidado de niños/as y ancianos/as en su propio país o en el exilio y alejándolas de los centros de decisión, y a los otros devolviéndoles a los tiempos primitivos en los que la razón no tenía cabida. En ambos casos, con un inmenso dolor que permanecerá durante muchos años.

 Por otro lado, también nuestras sociedades supuestamente libres, cuando se introducen en el túnel bélico, retroceden en igualdad. Cuando los ejércitos, un estamento gobernado por una mayoría abrumadora de hombres, en muchos casos de ideología retrógrada, adquieren mayor peso en la toma de decisiones, el riesgo de involución en los avances hacia una sociedad igualitaria es enorme. Además, los escenarios bélicos refuerzan a los partidos políticos que apuestan por soluciones drásticas a todos los problemas, en concreto, a las organizaciones de extrema derecha. Y en cuanto a los efectos económicos, los estamos padeciendo en nuestras carnes desde antes de que se iniciara la guerra y vemos claramente que afectan en mayor medida a quienes menos tienen.

 Por todo ello, pienso que la decisión de apoyar con armas a la población ucraniana, por mucho que ésta haya decidido valientemente oponerse al invasor, e impulsar el rearme de las sociedades europeas, no nos conduce en la dirección correcta. Al contrario, esa decisión provocará más muertes y truncará las ansias de libertad e igualdad de los pueblos europeos. Los esfuerzos tienen que ir dirigidos a establecer un sistema de seguridad en Europa del que formen parte todos los países, incluidas Rusia y Ucrania; que permita la desmilitarización progresiva del continente y que impulse, también en los países de la UE, una democratización plena. Habrá quien diga que Rusia no cumple los estándares mínimos para formar parte de este sistema conjunto, pero ¿acaso los cumple Ucrania, o Turquía, u otros países con los que mantenemos estrechas relaciones comerciales, como Marruecos o China? Y lo que es más: ¿acaso los miembros de la UE cumplimos todos los estándares de una sociedad igualitaria y feminista?

 Además, estoy convencido de que aún estamos a tiempo. Afortunadamente, las interacciones económicas y los movimientos de población entre los países son cada vez mayores en este mundo globalizado y es muy difícil salir beneficiado de una situación de conflicto sin sufrir severas pérdidas en el proceso. Quizás EEUU o China se puedan permitir otro enfoque, pero en Europa, que es donde se ha desatado esta terrible guerra, no podemos.

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